El Ejército cuenta con sus propios pelotones antidisturbios y, peso a eso, no los ha desplegado para atender y controlar las asonadas que se han registrado contra la Fuerza Pública en el país. Usar a civiles para retener la avanzada de las tropas oficiales es la nueva estrategia de los armados para evitar la confrontación.
En lo que va del año se han registrado 28 asonadas contra miembros de la Fuerza Pública en Colombia. Desde el ministerio de Defensa ya anunciaron que buscarán ejecutar nuevas medidas para frenar el accionar de los criminales.
“Están poniendo en grave riesgo la seguridad de las comunidades, porque las operaciones donde vamos nosotros es donde hay peligro y donde hay alertas tempranas”, señaló Pedro Sánchez, ministro de Defensa.
En el Ejército ya existen los pelotones antidisturbios. Son hombres especializados en el control de disturbios y en el manejo de armas –no letales– para controlar manifestaciones que se tornen violentas.
Estos pelotones ya fueron desplegados en ciudades como Medellín, Cali, Quibdó y Montería durante las manifestaciones sociales que se registraron en Colombia en 2019, 2020 y 2021.
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“Es personal altamente capacitado en las tácticas, técnicas y procedimientos de la Policía Militar integrados con los estándares internacionales del uso de la fuerza y empleo de las armas, haciendo énfasis en el respeto por los Derechos Humanos y en el cumplimiento de las Normas del Derecho Internacional Humanitario”, se lee en el sitio oficial del Ejército.
Este 7 de septiembre se registró el secuestro de 45 militares en zona rural de El Tambo (Cauca). Los militares fueron rodeados por un grupo de 600 personas –al parecer instrumentalizados por las disidencias del Frente Carlos Patiño– y retenidos durante 23 horas. Pese a eso, no se hizo uso de los pelotones antidisturbios.
El medio consultó con el Ejército y desde esa institución respondieron que el secuestro en El Tambo ocurrió en una zona de alta montaña y no era viable el despliegue del pelotón antidisturbios. Aseguraron que estos pelotones son usados, principalmente, para proteger instalaciones estratégicas ante eventos como las manifestaciones violentas.
El ministro de Defensa, Pedro Sánchez, por su parte, aseguró que desde su cartera se evalúa la manera en la que se podría ajustar la normativa operacional para hacerle frente a los delitos como la asonada en Colombia.
“Se está valorando cómo aplican otras naciones las reglas de encuentro, en la cual determinan un área de supervivencia vital de la Fuerza Pública”, señaló Sánchez.
En Perú, por ejemplo, se emitió una Ley de Emergencia que busca proteger la integridad de militares y policías ante ataques letales o secuestros.
“Hacemos un llamado a la indignación de toda una nación. Quien ataca a un policía o a un militar, está atacando a una institución, y, por ende, está atacando a Colombia”, apuntó Sánchez.
La asonada como estrategia de guerra
En junio pasado ocurrió una situación similar en Argelia, también en Cauca. Un grupo de 57 soldados del Ejército llegaron para recuperar el enclave cocalero del Cañón del Micay cuando fueron retenidos por un grupo de civiles. Estuvieron secuestrados por 48 horas.
La asonada provocó el arresto de 20 civiles, pero recuperaron la libertad por fallas en la judicialización. El patrón es el mismo, comunidades movilizadas –muchas veces por presión del actor ilegal– para frenar el avance de los militares. Los civiles usados como escudos.
El pasado 24 de agosto, la comunidad de la vereda Nueva York, un caserío del municipio de El Retorno, retuvo a un grupo de 33 militares que adelantaron un operativo contra alias Dumar, cabecilla de las disidencias de las Farc en el Guaviare. En ese momento, los civiles alegaron que se quería hacer pasar como baja en combate a un civil: el tendero identificado como Ramiro Antonio Correa.
El 4 de septiembre dos militares fueron quemados por dos sujetos que participaban de una asonada en zona rural de Villagarzón (Putumayo).
En medio de esta estrategia, las comunidades campesinas terminan atrapadas en una doble condición: son víctimas de la presión de los grupos ilegales y, al mismo tiempo, se convierten en escudos humanos frente a la Fuerza Pública. En esa encrucijada, tienen que cargar con el miedo a las represalias de los armados y con la desconfianza de las autoridades que, muchas veces, los perciben como cómplices
El resultado es un impacto humanitario: familias obligadas a seguir las órdenes de los armados y comunidades estigmatizadas.
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